Cada uno para sí.

Miguel Rubio

Publicado en el Nº80 de la revista Letra Internacional de Otoño de 2003 por la Fundación Pablo Iglesias.
ISSN: 0213-4721

¿Cómo llegan a nosotros los libros? ¿Cómo descubrimos autores nuevos? ¿Cómo nos interesamos por determinados textos? No por medio de los periódicos y sus secciones especializadas, donde solo encontramos aquello que conocíamos y esperábamos. ¿Quizás por el boca a boca? ¿O mediante encuentros casuales que podían no haberse producido? ¿Tal vez por el eficaz deambular entre las repletas estanterías de las librerías? Y entre la inmensa e incontenible producción editorial actual, ¿Cuántas obras que hubiéramos necesitado conocer o hubiéramos querido gustar, acaban sin que las descubramos? En el mare mágnum actual, esas obras personales, esos libros que contienen una voz intima o una experiencia literaria nueva, ¿serán descubiertas un día o serán anegadas en la tan excesiva industrialización del libro? Aunque según los griegos «el tiempo trabaja a favor de la verdad», solo algunos de estos libros perdidos para siempre, olvidados de la crítica, volverán a retener un día a algún lector perdido.

Pero nada hay más gratificador, y de muchas formas benéfico, que encontrar un libro y un autor desconocidos que se eleven por encima de lo trivial, de esa media de productos que parecen arrojarnos los editores a ver si, por azar, tienen suerte y se abren camino. Entre muchas de las varias condiciones de un intelectual está la de saber buscar y la de encontrar. Y que alegría cuando se siente descubridor de alguien que ha hecho de la literatura, más que un oficio o una vocación, una forma de salvavidas, un empeño de darse a sí mismo y de reflejar, a su través, la mirada que ha echado sobre el mundo en que su existencia tiene lugar, sin telarañas en los ojos, consciente de que ha conseguido ver. Cuando esto ocurre, hablamos de ese autor y de su obra, y si tenemos oportunidad escribimos de ellos.

Este es el caso de Eugenio Viejo, cuyo nombre me sonaba de haber leído algún cuento en alguna revista minoritaria. Periodista especializado en política internacional, emigración y armamento, funcionario internacional de la ONU en Nueva York y Ginebra, durante muchos años alejado de la escena literaria y cultural española, autor de varias novelas inéditas y de un libro de relatos Amores terminales (Once cardiogramas de nuestro tiempo, Libertarias, 1993), acaba de publicar una novela en la sección Narrativa de Endymion: Doblete en Nueva York. Difícil me ha resultado localizar este libro de relatos, tras dejarme entusiasmado su novela neoyorquina. Sin embargo, algunos de ellos deberían haber llamado la atención de los críticos, tanto por su bien trabajado estilo y su interés narrativo como por su visión personal sobre el mundo y el hombre de hoy.

Resulta más que difícil encontrar una novela, dentro de nuestro panorama literario español ―tan lleno de florituras retoricas como falto de profunda visión sobre la condición humana― tan perfecta como Doblete en Nueva York. No es en ningún caso la obra de un debutante o un novel. Mas parece la de un escritor profesional que ha expresado ya sus demonios personales, sus experiencias directas de carácter subjetivo y que, olvidada la autobiografía, dirige su mirada hacia el exterior. Nada en esta pequeña epopeya ―recuerdos esenciales hay del Ulises de Joyce, del mas antiguo Absalón, Abasalón de Faulkner, y también de la Biblia― parece proceder de ese mundo interior y de sus pequeñas experiencias personales a que nos tienen acostumbrados la mayoría de los escritores españoles actuales. Aquí la experiencia es exterior, objetiva, y, lejos del lamento personal por las heridas sufridas ―el «lloriqueo» contemporáneo que tanto detestaba Roberto Rossellini como el mal de la segunda parte del siglo XX―, Viejo habla de sí mismo ―o mejor: sobre el mundo actual como lo contempla y experimenta el― a través de terceras personas.

He citado antes la evidente y sana influencia sobre este escritor de la literatura anglosajona pero nos trae así mismo ecos de El extranjero de Camus y La náusea de Sartre. Y lo hace a través de las cuarenta y ocho horas (¿finales?) de su personaje Abramo y el mundo que le rodea, que aparece turbulento, pululante, hirviente, como esos seres casi invisibles que descubrimos cuando, en pleno estío, levantamos una roca, amparados en su tenue humedad. La roca que levanta viejo es la ciudad de Nueva York. Y el mundo que aparece bajo los rascacielos desde donde se dirige el mundo, son los restos del naufragio de la sociedad de la primera potencia industrial y financiera, lo que los franceses llaman épaves, seres condenados a la destrucción y a ser engullidos por el gran sumidero.

Eugenio viejo describe, por tanto, cuarenta y ocho horas de uno de tantos personajes que hormiguean por los subterráneos de las grandes ciudades modernas. Su historia es directa y va al grano, aunque utilice elementos de thriller, que solo sirven aquí como basamento para un itinerario que le conducirá a donde, en realidad, el personaje quiere ir y que no es otro lugar que el sumidero definitivo, un final predestinado mas también elegido. Pero, como representante de una humanidad destruida, humillada, ofendida y explotada, en Abramo se mantienen vivas algunas llamas de un humanismo que parece ya un elemento extraño en esta civilización a punto de perder todo norte posible, y que le harán, ahora sí, definitiva y finalmente, optar por elegir su propio destino. Este humanitarismo, residual y profundamente arraigado, le hará tomar la decisión de cumplir su «función de hombre». Sin sentimentalismo, sin falsa piedad, sin ninguna clase de retórica de carácter aparentemente humanista, volverá al verdadero reino de los hombres, que consiste para el en aceptar su condición de hombre entre hombres, de padre, de marido, de hombre herido que solo ha atisbado la felicidad en los otros, y al que no queda ya más que cumplir con un último deber. Es ahora cuando se sentirá verdaderamente libre, no acuciado por los demás.

En las cuarenta y ocho horas que pasan desde que recibe la noticia de la muerte de su hijo David por una sobredosis y como consecuencia es despedido de su puesto de guardián de noche de un parking, veremos paso a paso, desde un estado de escepticismo, casi de renuencia, a Abramo abrirse a una conciencia, siempre en bruto pero cada vez menos velada, hasta llegar a realizar aquello para lo que no está preparado pero que vive profundamente es sus raíces de ser humano: la solidaridad con los demás. Y como un Ulises que viviera su propia odisea entre los escombros y detritus de la capital del nuevo imperio, llegara a puerto seguro, aunque ello signifique morir a manos de los hombres de El Cacique.

Eugenio Viejo describe con palabra rigurosa este mundo subterráneo y nos lo hace presente con gran economía de medios. Economía que está también en los hechos narrados, en los ambientes, en el caminar, como pisoteando el asfalto quemado por el sol y rebosante de suciedad del Nueva York transversal que recorre Abramo; en los monólogos en acción de su pequeño héroe homérico y, especialmente en los diálogos, que brillan por su fuerza expresiva, por su sentido de la condensación, por su estilización gráfica. Pasamos del monologo de Abramo a las secuencias dialogales sin ningún resbalón, sin ninguna desviación. Aquí el lenguaje está pegado a la piel del personaje, parece sudar de ella, tiene colorido, relieve y me atrevería a decir que hasta olor. Cada personaje es retratado por su acción, por su ocupación física de la escena, por su renuencia o asentimiento y especialmente por su manera de hablar. Viejo Conoce bien, pero lo ha trabajado aún mejor, el lenguaje de los chicanos de Nueva York, cada uno con su propio sistema lingüístico, con su vocabulario especifico. Solo por el tratamiento de este aspecto de la novela ―la riqueza colorista del spanglish― Doblete en Nueva York habría de tenerse en cuenta desde un punto de vista literario. Pero hay mucho más, y seguramente más importante, en esta aparición de un escritor de raza.

Reproducido con permiso otorgado por la Editorial Pablo Iglesias el dia 25/02/2019

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